Opinión

Surrealismo crudo | Yo, repartidor de comida (Parte I)

Hay quien antes de dormir piensa en lo que va a comer al día siguiente. Tal vez una tostada de ceviche. Tal vez unos tacos con tortilla hecha a mano, costra de queso, camarones zarandeados, aguacate y aderezo de chipotle. O una torta de cochinita con papas fritas. Yo soy un eslabón entre ese pensamiento […]

Hay quien antes de dormir piensa en lo que va a comer al día siguiente. Tal vez una tostada de ceviche. Tal vez unos tacos con tortilla hecha a mano, costra de queso, camarones zarandeados, aguacate y aderezo de chipotle. O una torta de cochinita con papas fritas. Yo soy un eslabón entre ese pensamiento y su consumación.

Salgo del local con una bolsa en la mano. Dentro de la bolsa, un contenedor de ocho por ocho encierra el producto que más ha enganchado a quienes buscan comer algo barato y bien reportado por estos rumbos. Hace un par de minutos recibí una llamada. “Oiga, ¿me trae unos nachos aquí con el guardia?”. Los incluimos en el menú con tal de ofrecer una botana, pero los nachos representan una comida completa para muchas personas. Totopos, frijoles, queso amarillo derretido, cochinita y chiles jalapeños. Son primos hermanos de los chilaquiles si uno lo piensa.

La gente del norte come nachos. Es decir, la gente que trabaja al norte del negocio de comida que atiendo. Hay una agencia de autos al cruzar el boulevard que nos queda por el frente. En el lado izquierdo de la agencia, un enorme y oscuro bodegón se usa para lavar los autos que venden. Parecería que no, pero los carros se ensucian aunque sean nuevos. Yo entrego el producto al guardia del bodegón y él me da el dinero. Ese fue el acuerdo. Imposible tratar de encontrar ahí a quien sea que haya encargado la comida. Ya lo intenté alguna vez y sólo hallé frustración.

También comen nachos en las áreas de servicio y refacciones de la agencia. Pero en el área de ventas tienen otros hábitos. Distintos perfiles, a fin de cuentas. Entre ellos, el hit es la tostada de medallón de atún, servida en dos tortillas wonton fritas, con aderezo de sriracha, pepino, aguacate y cebolla caramelizada. Lleva salsa de soya con chile y jugo de naranja como la del sushi. Hay un señor en ventas que por su parte pide fruta picada. Jícama, papaya y mango con limón y chilito en polvo. “Qué bueno que llegaste, ¡me estaba muriendo de hambre!”, me dijo una vez. Ese mismo día, una señora entrada en carnes profirió con decepción un “¡uuuuhh, no me voy a llenar!”, al sacar de la bolsa los nachos que le entregué. Otros hábitos.

Hacia el noroeste hay una plaza comercial con un local donde unas muchachas arreglan uñas. Se visten como enfermeras, pero con uniformes color rosa. Supongo que así se usa en el ramo. No sé si estoy mal, pero me gusta como huele ahí. En el segundo piso de la plaza hay un estudio de tatuajes. Lo atienden dos batos a toda madre. Piden la tostada de atún, con todas las salsas disponibles. Una vez llegué y me invitaron a tomarme una cerveza con ellos. Me senté, abrí una. Hablamos de Star Wars. Apenas me había tomado la mitad cuando sonó el teléfono. Un cliente indignado me preguntaba dónde estaban sus nachos.

Y es que al oeste hay un gran complejo de oficinas de gobierno. Ahí, un señor encarga siempre sus nachos con una hora de anticipación. Habla rápido y apenas le entiendo lo suficiente para saber de qué se trata. Quiere su comida a las 12:30 del día, en el último piso del edificio. Uno o dos minutos que me tarde y ahí lo voy a tener, disparando palabras por teléfono. Sus colegas se ríen porque una vez sí le dije disculpe, batallo para entender lo que me dice. Hay más clientes cautivos. Un morro que encarga su torta de cochinita sin verdura, con puro aguacate, o si no una quesadilla de camarón y aderezo de chipotle en un vasito. Siempre se bebe un litro de jugo de naranja.

La ventanilla 58 de recaudación es la referencia para llevar comida a toda una oficina que hay detrás. Ahí me recibe una muchacha con la boca más roja del universo, y les avisa a los demás que ya llegó el pedido. Tres, cuatro, hasta cinco órdenes por encargo. En la parte posterior del edificio, en una bodega con aire acondicionado y una radio que sintoniza la estación grupera, el desayuno es una torta de cochinita, papas fritas gratinadas y un agua de fresa con kiwi. No es por nada, pero vendemos las aguas más refrescantes del condado. El proveedor es un camarada que un día llegó a ofrecer el producto y resultó que tenemos conocidos en común. Es una ciudad chica. Lleva de fresa-limón, fresa-kiwi, piña-limón y limonada. Deliciosas, pero hay quien prefiere tomar coca antes que cualquier otra cosa.

Me convertí en repartidor en un intento de aumentar las ventas del local. Empecé por cubrir lo que me quedaba a pie. Gente que trabaja alrededor, que dispone de una hora para comer y sin poder ir muy lejos, compone ahora el grueso de nuestra clientela. Ya me conocen, y yo voy conociendo lo que les gusta. Estoy más prieto desde que inicié, es un trabajo que se realiza bajo un sol furioso como el que te persigue en el desierto del Mario Bros. 3. Llevo comida a los instructores del gimnasio, a la mueblería atendida por la muchacha más bonita en kilómetros a la redonda,a los punteros de la zona y a la sucursal más feliz y buena vibra de Starbucks que he visto. La caminata cansa, pero ayer todo cambió. El compa de los tatuajes me prestó su bicicleta.

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