Surrealismo crudo | El Festival de Rock Sinaloa es nuestro
Para Eva. “¿De dónde sale tanta gente vestida de negro?”, decía una prima, la única familiar que me acompañaba cada año al ágora del entonces Difocur. “¿De las alcantarillas?”, remataba. Teníamos diecisiete años. El Festival de Rock Sinaloa nos pertenecía. Ahí se reunía a la mayor cantidad de jóvenes que, como nosotros, eran habituales de […]
Para Eva.
“¿De dónde sale tanta gente vestida de negro?”, decía una prima, la única familiar que me acompañaba cada año al ágora del entonces Difocur. “¿De las alcantarillas?”, remataba. Teníamos diecisiete años. El Festival de Rock Sinaloa nos pertenecía.
Ahí se reunía a la mayor cantidad de jóvenes que, como nosotros, eran habituales de esos sonidos y estilos de vida tan atípicos para el Culiacán de los primeros años dosmiles. Como al inicio de la película The Warriors, donde se ve una congregación de todas las pandillas estrafalarias de ese Nueva York setentero, el festival era el punto de encuentro para metaleros, punks, eskatos, rastas, y hasta fanáticos tardíos del grunge, un espécimen propio de la época. En efecto, no era común ver tal cantidad de camisetas negras y pelos de colores por metro cuadrado el resto del año en la ciudad.
Lo hacíamos tan nuestro, porque vivíamos la mayor parte del tiempo como la niña-abeja del video de Blind Melon, en busca del campo donde retozar con nuestros raros semejantes. La generación que nos precedió supo de esa necesidad, la entendió y tomó una decisión: proponer a la dirección de cultura del Estado la creación de un festival donde tocaran los grupos locales de rock y algunas bandas foráneas. Morros cualquiera que se presentaron un día en las oficinas de lo que hoy es el Isic, sin más peso en Gobierno que el de sus propias ideas. El Festival de Rock Sinaloa tuvo luz verde, un año antes de que el Vive Latino celebrara su primera edición.
Mi generación, la que llegó después, nutrió esa gran convocatoria que generó el festival durante los siguientes años. Dudo que otro festival organizado por el Instituto Sinaloense de Cultura haya producido tanto arraigo entre la gente. Si hay un evento excepcional en cuanto a rock en el país, este sin duda inscribió su nombre en esa categoría. No solo por haber dado oportunidad a bandas tan under como Picnic y Satania de robarnos el aliento, ni por la vez que se incendió una bocina durante el set de Evilheart y los metaleros festejaron el accidente con manos de cuernos como la manifestación Lucifer que ello significaba. Lo es sobre todo porque nos apropiamos de este espacio a tal grado que a veinte años de su comienzo hay otra generación que lo hace suyo, con el mismo afán digno de la forma en que se vive la afición por la música.
Después de haber posado los culos en el concreto caliente de las escalinatas del ágora, después de las guerras de botes, de los bailes de ska en círculos, de los altercados de punks contra metaleros. Luego del cambio de sede a la Isla de Orabá porque ya no cabíamos, de las bandas que se formaban con la única intención de pisar ese escenario, de los odios y habladurías de quienes no eran requeridos para tocar ahí. Después de haber sido parte de la inspiración y formación de músicos profesionales, de haber entendido que ese foro tampoco lo es todo si tocas en una banda, de anécdotas que al tiempo nos revolotean en la mente como las moscas que rondaban esas apestosas tripas de carnicería colgadas en la rama de un árbol, arrojadas desde el templete por el vocalista de Visceral Lust.
Tuvo sus auges y decadencias, porque no todos los gobiernos entendieron la importancia de fomentar alternativas en una sociedad que ya no resiste la sobrepoblación de gente sin imaginación en sus aspiraciones. Hoy que el festival regresa con nuevos bríos, o al menos en ese intento de sacarlo del pantanoso bache en que cayó, hay que estar conscientes de una cosa: los protagonistas no son los headliners famosos, por más que vengan bandas reconocidas a dar shows inolvidables.
Esta es nuestra fiesta.
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