Árbol lleno de pájaros, un memorial por el Feroz
En el décimo aniversario del asesinato de mi querido Álvaro Rendón Moreno, el Feroz, una de las muertes más absurdas y dolorosas de que tendré jamás memoria, comparto con los lectores de Espejo este texto leído en la presentación del libro Un árbol lleno de pájaros. Memorial por Álvaro Rendón, el Feroz, en junio de 2017.
Todos los días deberíamos asombrarnos de estar vivos, reflexionar sobre que pudimos no haber nacido y tener la plena conciencia de que no se va a repetir.
Álvaro Rendón Moreno (entrevista con Azucena Manjarrez)
Varias razones me complican el comentario de un libro como Un árbol lleno de pájaros. Memorial por Álvaro Rendón, el Feroz (México, Instituto Sinaloense de Cultura, 2017): quisimos mucho al Feroz, lo queremos mucho, nos duele y nos dolerá siempre su muerte absurda e infame. Extrañamos mucho a ese señor que movía como malabarista el cigarro entre sus dedos, que sostenía soliloquios impunes en las esquinas de Culiacán y al que llamábamos el Feroz.
Lo primero que se me ocurre decir es que se trata de una muestra representativa de lo que Álvaro Rendón entendía por la amistad. La nómina de autores que en él se reúnen, confirman lo que Papik Ramírez señala en su entrada: no puede ser considerado normal aquel cuyos amigos y amigas sean, indiscriminadamente, de cualquier camada. O como escribe Gaby Morfín, a propósito de su amistad tan especial, de la que él siempre se extrañó por la diferencia de edades, ese sentimiento de Álvaro era una “locura, pues si algo se le facilitaba -dice Gaby-, era justamente eso, hacer amistades de todas las edades y condiciones” (p. 35). Narradores, poetas, académicos, periodistas, comunicadores, promotores culturales, críticos: 18 personajes de muy diferentes generaciones y oficios, convocados en este memorial por la rotunda, generosa e inapreciable amistad de Álvaro Rendón Moreno.
Amistades alimentadas por muchos temas, por algunas obsesiones compartidas y, felizmente, por ninguna agenda. “Supe desde hace mucho –afirma Jesús Ramón Ibarra- que sus pasiones eran, entre otras, el boom latinoamericano, la narrativa de Onetti, el beisbol, las abigarradas clausulas faulknerianas, la novela policiaca, José Alfredo Jiménez, Frank Sinatra, el Gabo, Vargas Llosa, el tequila –antes de su estruendosa mercantilización-, el whisky, Truman Capote y los Yankees. Desdeñaba las computadoras, y los celulares sólo los utilizaba como el vehículo inmediato para hacerse presente con su pasión más primordial: sus hijos.” (p. 20).
Con todo, en los escritos aquí reunidos, celebratorios de su vida, encontramos un tema recurrente: el libro y la lectura, la literatura.
“El Feroz daba clases de literatura en la UAS. Pero él no enseñaba literatura; la compartía”, asevera, en este sentido, David Toscana.
Martín Durán recuerda el diálogo de Álvaro con sus alumnos:
“-Por qué, si ha leído tanto, no escribe una novela –le preguntamos una vez en el salón de clases.
De inmediato se le dibujó una enorme sonrisa, que le hacía verse más orejón y con menos pelos de los que en verdad tenía.
-Para qué, si los libros que quiero leer ya están escritos. Si hubiera un libro que quisiera leer y no existiera, a lo mejor sí lo escribo” (p. 44).
Martín Amaral, otra de nuestras presencias añoradas, por su parte, recuerda al Feroz dedicado a lo que Zaid enseña: “que la cultura es una larga conversación y que la lectura nos habilita para entenderla y poder participar en ella con mayor fortuna. Que los libros son el vehículo para viajar y que, como en todos los viajes que realmente valen la pena, lo mejor, lo más interesante –afirmaba Martín- sucede cuando les cuentas a los otros las incidencias. Cuando estimulas a los demás a viajar” (p. 61).
Y Élmer Mendoza, hablando de la voracidad lectora y conversadora del Feroz: “Álvaro no contaba los libros que leía: no tenía tiempo. Para él leer era una creencia; ese desbordado placer que se presume experimentan los lectores es real, el Feroz lo sentía, vivía en él y con esa aura podía conversar durante horas de libros, autores, tendencias, deportes, política, hijos, enfermedades y lo equívoca que es la política de seguridad en México, esto –comenta Élmer- y unos tragos de whisky one single malt lo mantenían con un pie en la ficción y otro donde fuera” (p. 65).
James Ibarra, en su remembranza, caracterizando al catedrático sin afectaciones academicistas: “fincaba el arte de la enseñanza sobre todo en la conversación –señala James-, en el descubrimiento de la obra por medio de una lectura atenta y humana: ‘Ya no somos los mismos después de leer una novela’, recuerdo que dijo en más de una ocasión” (pp. 70-71).
Y Francisco Meza acentuando su labor orientadora y esa natural, y hasta ingenua, pedagogía suya: “las bibliotecas personales de sus amigos y alumnos están nutridas por una gran cantidad de libros que fueron recomendación suya; las librerías, aunque no lo supieran, tenían en él a un aliado. En una ocasión me dijo, con toda la razón de su parte –concluye Frank-, que la relectura es lo que constituye a un verdadero lector, el arte está en el retorno” (pp. 74-75).
Por mi parte, destaco solamente una faceta del Feroz amante de la literatura que, en los términos de Mircea Eliade, pone de relieve las funciones más naturales y nobles de la lectura: creo que el Feroz concebía a los libros como un fin, pero también, y sobre todo, como un medio. Son un instrumento para acercarnos a la vida, a la plenitud y a la gracia de la vida. El libro contiene energía, a veces una colosal energía, para entristecernos o alegrarnos, para enfriarnos o calentarnos (en la acepción que ustedes le quieran dar a la palabra), para enamorarnos o desencantarnos, para abrumarnos o descargarnos de agobios.
Acaso su idea del libro fuera, en consecuencia, también vital, técnica y hasta, en el mejor sentido de la expresión, utilitarista: la lectura nos debe ayudar a sentir el mundo, a sentirnos a nosotros mismos, a sentir a los demás, a sentir las estaciones del año, la comida y la bebida, la infancia, la adolescencia, la vejez, la demencia y la cordura, el odio y el amor, el pasado y el presente (y la adivinanza siempre imposible del futuro), a asumir la existencia y a evitar disolvernos en el tráfago de su dimensión convencional, ordinaria y, al final del día, estéril.
Por eso, Alfonso Orejel insiste en que el Feroz lector leía con la misma devoción conque el Feroz amigo defendía la amistad.
Por eso, Ismael Bojorquez habla de su costumbre (del Feroz, se entiende) de dormir con la luz encendida y de su hábito de “levantarse a las 11 o 12 de la noche, sobresaltado de nada, para buscar alguien con quien platicar” (p. 23).
Por eso, Jorge Medina Viedas comenta que el Feroz “refería la vida como una novela” (p. 31).
Por eso, Nacho Trejo quiere imaginar que, en el momento en que debió detenerse en el retén malandrín, “lo ignoró por ir pensando en laberintos borgesianos, en recuerdos del porvenir, en tiempos perdidos, en llanos en llamas, en soledad de siglos…” (p. 34).
Por eso, Gerardo Osornio lo recuerda contándole sus largas charlas con el beisbolista Aurelio Rodríguez y comprando dos boletos en el cine, cuando iba a ver una película de Meg Ryan, para levantar el rating de la actriz.
Por eso, Óscar Jiménez lo mira todavía leyendo, al tiempo que fatigando las calles de Culiacán por las noches.
Por eso, Ernesto Diez Martínez, a unos días del fallecimiento de Álvaro, anotó en su Divagario: “Y lo que recuerdo y recordaré siempre son nuestras interminables pláticas en el estadio Ángel Flores –sobre beisbol, cine, literatura, José Alfredo Jiménez y Nicole Kidman-, en su propio departamento, en casa de un entrañable amigo mutuo, en las oficinas del Instituto Sinaloense de Cultura y en donde nos uniera la casualidad” (p. 64).
Porque es cierto, como escribe Vicente Quirarte, que el Feroz vivía leyendo y leía viviendo.
Lectura, entonces, como medio y como fin: lectura como instrumento para asumir la existencia toda. Lectura también, y esto es importantísimo, para adquirir inmunidad ante el piquete de ese mosquito invisible, lacerante y metafísico del aburrimiento, como lo denomina Vivian Abenshushan.
De ahí la ferociana idea de la vida como “una aventura irrepetible –decía Álvaro en una entrevista con Azucena Manjarrez-, algo que siempre he tenido la convicción de que no se debe ver con intensidad, con calma o con inteligencia, sino con asombro”. Quizá ese asombro, esa disposición al asombro, le venía de su origen sinaloense, de haber visto la luz, como aprecia Óscar Jiménez, en este solar nativo de los más afamados narcotraficantes. Evitar el cliché, vivir en la literatura y leer literariamente la existencia, es una forma de vivir donde la vida es cruenta, donde la muerte ronda en cualquier lugar y a cualquier hora. Es, de algún modo, Borges afirmando que la metáfora es hija de la opresión, lo que explica que la buena literatura florezca en climas opresivos.
No sé si hubiera querido ser el mejor amigo del Feroz. Confieso, sí, que tuve celos de otras amigas y otros amigos que me robaban su gozosa compañía algún sábado por la noche. Desde hace diez años nos lo robaron a todos. Y desde entonces, con el recuerdo de ustedes, con el recuerdo de su familia, de sus alumnos y de sus amigas y amigos que encarecemos con gratitud su paso por este mundo, entiendo lo que dice Élmer en su escrito: todos éramos los mejores amigos de Álvaro Rendón Moreno, ese árbol lleno de pájaros al que llamábamos el Feroz.
Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO.
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