La Noy, Isidro, Leo y Enrique. Desde pequeños trabajaron para ayudar el sostenimiento de la casa. Yo me convertí en la inyectadora del barrio. La gente me buscaba para las aplicaciones, lo mismo era de día que de noche. Las calles y callejones de la colonia, los recorrí muchas veces.

Recuerdo aquella etapa, sobre todo por las noches; en tiempos de lluvia cruzando arroyos y lodazales, más que para ganar un peso, porque eso cobraba: un peso, lo hacía para ayudar a que la gente se aliviara. En veces había situaciones de peligro. En una ocasión, tuve de clientes a una pareja, para mí, eran personas buenas porque eran ya un poco mayores. El enfermo era el señor, durante varias semanas le estuve aplicando inyecciones, en horarios variados que a veces tocaban de noche ya muy avanzada; de noche siempre me acompañaban mis hijo Isidro o Leo. Aquella noche eran las tres de la madrugada, llegué a la casa, toqué y el señor fue quien abrió la puerta; tenía encendida una lámpara, pero con la mecha muy bajita, la lámpara producía más sombra que luz; eso no me gustó. –Pase, doña Camila. Dijo el señor y se sentó sobre la cama, me pareció raro; entre recorriendo con la vista el lugar, intentaba encontrar a la señora ya que era ella la que me atendía. –Esta vez, señora, no me va a inyectar. Me va a dar un masaje. Dijo con determinación; di la media vuelta, pero el hombre se paró y se me puso enfrente con una daga en la mano derecha. Yo grité. -¡Mijo ven! Leo entró. El hombre escondió la daga entre su camisa, tomé de la mano a mi hijo y salimos corriendo sin parar hasta llegar a la casa. Al día siguiente por la tarde llegó la esposa del hombre a la casa, fue a pedir disculpas. Jamás los volví a ver.

La Noy se hizo famosa en la colonia, hacía empanadas. Era muy entusiasta, en los fines de año organizaba las posadas y hacía piñatas para la plebada. Leo vendía aquellas empanadas que eran rellenas de leche crema, canela y clavo de olor. Isidro trabajaba de ayudante de mecánico. Combinaban sus actividades. Enrique nació en aquella habitación de la colonia Mazatlán, eso fue un 27 de septiembre de 1949. Con este niño, ya completaba los primeros cinco de los diez que tuve. En cuanto creció, igual que sus hermanos vendió de todo y ya de plebe, también trabajó cargando material en los camiones  góndolas de su padre.

La vida siguió; mis niños y yo vivíamos todavía con algunas necesidades, pues Leonardo no se integraba totalmente con nosotros. Y es que él, como: Mensajero de la vida, tenía otras obligaciones, concretamente otras familias que atender, entre ellas la que estimaría como la más importante para él, la que sostenía con doña Rosario; la de Enriqueta y Graciela. Yo no sabía cuántos hijos tenía con cada una de ellas, pero igual sería que fueran dos, tres y una docena. El problema eran las obligaciones. Porque, de cualquier modo, para un Mensajero de la vida, una familia es una responsabilidad, y en aquellas circunstancias, no podría cumplirla cabalmente.

Esto de Mensajero de la vida, me lo explicó mi abuelo Donato, en unas de sus visitas a mi casa. La explicación me la hizo la vez que me preguntó por la ausencia de Leonardo, mi abuelo tenía ya tres días de haber llegado de allá, de El Encinal, y al notar que mi marido no aparecía; le tuve que decir que tardaba hasta quince días en visitarnos; también le hice saber la causa del porqué. Mi abuelo en lugar de renegar, o decir algo en contra de Leonardo, me hizo saber que el padre de familia, es El mensajero de la vida, y como tal, debe salir a buscar el sustento y encontrarlo a como dé lugar; y ese sacrificio, explicó, lleva tiempo y riesgos, incluso, en veces hasta se apuesta la vida.

Aquella explicación me conformó, a la vez que me hizo comprender que no debía exigir, sino más bien agradecer que Leonardo no nos abandonaba por gusto o irresponsabilidad, sino porque se ocupaba en proveer, porque en verdad cada que regresaba, dejaba dinero para varios días, y también preguntaba por el estado de cada uno de mis hijos, eso me tranquilizaba. Y en cuanto a que tenía otras mujeres, mi coraza de defensa, era que aquellas ya las tenía desde antes de conocernos él y yo; también pienso que no alcancé anidar en mí corazón, eso que llaman amor; pero si sentía pasión porque él me gustaba, y le tenía respeto y algo de admiración por el simple hecho de ser el hombre proveedor y responsable, hasta donde se lo permitían sus recursos; también me demostró que actuaba con benevolencia al no desamparar a mis hijos. Leonardo, además de tener compromisos de otras familias, el trabajo de contratista le ocupaba mucho tiempo. Una vez enganchó un trabajo muy importante, se trataba de una carretera en un lugar llamado Tóbora, estaba en el norte de Sinaloa.

En aquel tiempo llegó mi hermana Lucrecia, y al igual que la mayoría de mis parientes llegados de la sierra de Durango, llegaba a mi casa. Lo mismo hacían mi tíos: Ruperto, Marcos, Zenón, José María y José Isabel –Chabelo- todos de apellido Parra, hermanos de mi padre Ubaldo.

Miguel Bedolla era hermano de mi madre, tenía fama de valentón. En una ocasión tuvo un pleito con unos arrieros que llegaron enseguida de mi casa a descargar una carreta con vara blanca. No supe que motivó la sanfrancia, el caso es que golpeó a uno con un leño, y al otro le dio un tajo en un brazo con su daga que siempre portaba. Se armó un gran alboroto porque alguien llamó a la Cruz roja, y también llegó la policía. Pa´ entonces mi tío ya se había juyido.

En una ocasión en el mercado Garmendia, mientras yo escogía tomates en un puesto de verduras, llegó una señora que me pareció muy distinguida, de inmediato me hizo plática en relación al precio de las verduras. Las dos terminamos la compra y cada quien tomó su rumbo. Llegué a un puesto de carnes y hasta ahí llego La Chalina; nunca supe su nombre, ella era querida de Leonardo, hijo de mí marido, era más famoso por su mote: El Mayo. –¿Oye, que tanto platicabas con tu socia? Dijo La Chalina, -Socia, ¿qué socia? –La señora con la que hablabas en el puesto de verduras, es doña Rosario, la mera mera de tu viejo. –Pues es la primera vez que la veo; no cabe duda, vivimos en un pueblo que todavía es pequeño. –Así es Camelia. Y ora que salgas del mercado, no lo hagas por la calle Rubí, allí te está esperando La Queta, dice que te arrancará las orejas. –Gracias por el aviso, pero mira, yo también le puedo cortar las narices. –Le dije a La Chalina enseñándole unas tijeras. -¡Camila, no sabía que también eras de armas tomar! Dijo abriendo sus ojotes y se fue. Yo puse mis tijeras de modo que pudiera tenerlas pronto en mis manos; y salí del mercado por la calle Rubí…

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