Fantaseamos con el fin del mundo. Lo tememos, especulamos cómo será y creamos miles de historias al respecto: ¿será por las máquinas que cobren consciencia y deseen aniquilarnos? ¿o por un meteorito gigante que se estrellará inexorablemente contra el planeta? ¿o el resultado de una caprichosa guerra en la que un líder mundial decida presionar alegremente la sentencia radioactiva para toda la vida como la conocemos? El apocalipsis se ha vuelto un recurso narrativo recurrente, romantizado y satirizado como si no estuviera a la vuelta de la esquina. Es en esas historias que surgen héroes radicales que intentan salvarnos a todos, así siempre lográndolo. Pero, en la realidad, el fin del mundo al que nos enfrentamos, es resultado directo de nuestra indiferencia y falta de acciones asertivas. No es un fin inmediato y pacífico, sino uno que hemos ocasionado los humanos y, lo más irónico, que aún podríamos frenar si entendiéramos que la suma de decisiones individuales es capaz de fomentar un cambio real. Para hacerlo, tenemos aproximadamente 7 años, o eso dicen los expertos que gestionan el proyecto de Climate Clock, que estima cuanto tiempo tenemos antes de llegar al punto de calentamiento global irreversible.
El fin de la vida como la conocemos se conoce como cambio climático, una realidad que, a pesar de que aún muchos la niegan, ha llegado a puntos donde es difícil de ignorar. Sin embargo, lo hacemos constantemente mientras vivimos a la espera de que alguien llegue y lo solucione mágicamente de la noche a la mañana. Nos encontramos contra reloj, llevados por la inercia del consumismo, planeando hacia un futuro incierto desde un presente de crisis en distintas manifestaciones. Si bien el 64% de la población cree que el cambio climático es una emergencia global, de acuerdo con una encuesta elaborada por la ONU y la Universidad de Oxford en 50 naciones y 17 idiomas distintos, pocos hacen algo, y no ha sido suficiente. Tan solo el 6 de abril, científicos fueron arrestados en protestas de desobediencia civil respecto a la inacción frente al cambio climático en un evento de distintas organizaciones con la participación de más de mil científicos en 25 países. No obstante, lo que se convirtió noticia fue el arresto de los manifestantes y no el mensaje: tenemos que hacer algo, antes de que realmente sea demasiado tarde.
El hecho es que el planeta se ha calentado, cuando menos, un grado centígrado tras la industrialización.
Es cierto que el planeta pasa por ciclos climáticos, pero nuestras acciones lo han exacerbado y empeorado las consecuencias a tal grado que se observa mayor degradación ambiental, desastres naturales, condiciones meteorológicas extremas, estrés hídrico e inseguridad alimentaria. Generamos más dióxido de carbono del que nuestro planeta puede procesar, porque además hemos reducido el área de cobertura arbórea, los pulmones del mundo: desde 1990 a la fecha, hemos perdido 420 millones de hectáreas verdes, situación que ha contribuido enormemente no solo al calentamiento del planeta, también a la pérdida de biodiversidad y al desplazamiento de fauna que comienza a adaptarse en las ciudades a falta de su hábitat natural.
El ser humano dista de ser el único ser vivo en el planeta, e insistimos en comportarnos como tal, en un estilo de vida antropocéntrico en el que la ética y la moral de las decisiones individuales y colectivas se basa en satisfacer nuestras necesidades a costa de las de nuestro planeta. Confiamos en la ciencia y la tecnología para reparar el daño que hacemos, buscando implementar técnicas como la clonación para recuperar ecosistemas pero no nos enfocamos lo suficiente en mitigar el daño a través de un cambio real y sostenible en nuestros patrones de consumo e, incluso, nuestras prioridades.
El cambio comienza en nosotros mismos. Un individuo no cambiará el mundo, pero millones intentándolo al mismo tiempo lograremos la diferencia. De manera personal, podemos alejarnos de la industria de fast fashion, de los plásticos de un solo uso y preferir productos reutilizables o que, en su caso, puedan ser utilizados para sembrar vida una vez desechados. Podemos también ser responsables con las plantas que llevamos a decorar nuestros hogares, revisando que no estén en peligro de extinción o puedan desequilibrar el ecosistema. Las empresas contribuyen dentro de sus posibilidades al ser ambientalmente responsables y fomentar prácticas que apoyen a la recuperación de nuestro planeta. Como sociedad, revisar las opciones de iluminación artificial es crucial también para reducir la contaminación visual y el impacto de gasto energético, además de fomentar empleos, productos y servicios amigables con el medio ambiente. En cuanto a los gobiernos, les toca la regulación adecuada para incentivar la transición a un nuevo sistema de producción y consumo sostenible, comenzando por las energías limpias, planeación urbana de ciudades más verdes y sistemas de explotación agrícola y ganadera que permitan la recuperación de los ecosistemas al tiempo que se reduzca el enorme desperdicio alimentario que generamos algunos mientras otros desfallecen de hambre.
Llevamos siglos de explotación indiscriminada de nuestro entorno y el daño está hecho en gran medida, pero aún tenemos tiempo de evitar la catástrofe. El mejor camino que podemos tomar ahora es el de la mitigación de daños y la prevención de situaciones peores con consecuencias de las que nadie estaría exento. El momento del cambio es hoy… porque, de seguir como vamos, no habrá un mañana para nosotros.
El reloj avanza y el tiempo no perdona. Siete años parecen mucho tiempo, pero podrían no ser suficientes si no comenzamos ya. ¡Es tiempo de actuar!
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