Reflexiones

Ronaldo González Valdés

El 68 y la juventud: otro deseo, otro propósito

Es hora ya de superar la visión fúnebre del 68, aunque haya sobrados motivos, siempre, para condenar al torpe y autoritario gobierno que reprimió a esa juventud

Todo deseo es una necesidad, un dolor que comienza.
Voltaire

Hace unos días, un grupo de estudiantes de la carrera de periodismo me abordó para hacerme una entrevista sobre el significado de los acontecimientos del 2 de octubre de 1968, Tlatelolco, Plaza de las Tres Culturas, en nuestros días. Era de esperarse que, tratándose de alumnos inscritos en este campo de estudios, aflorará la nostalgia por lo no vivido y la admiración por aquella generación de jóvenes mexicanos. No fue eso lo que me llamó la atención, sino su interés por explorar las posibilidades de ser protagonistas, ellos mismos, de una movilización social de un calado similar a la ocurrida hace 54 años en México y otras partes del mundo. Su pregunta no dejaba lugar a dudas. Más allá de los “choros motivacionales” (esas fueron sus palabras) ¿cómo podemos hacer los jóvenes de hoy en día para contribuir a la transformación social?

Lo primero fue decirles, desde luego, que es hora ya de superar la visión fúnebre del 68, aunque haya sobrados motivos, siempre, para condenar al torpe y autoritario gobierno que reprimió a esa juventud que nos pertenece a todos como ejemplo e inspiración. En tal comprensión, para decirlo al modo de Cavafis, y siguiendo a Luis González de Alba y Marcelino Perelló, al 68 hay que recordarlo por sus propósitos más definidos, por Itaca, pero también por lo que significó esa experiencia: por el viaje a Itaca.

Lo segundo fue dejar en claro que aquel movimiento tuvo múltiples causas. Para sólo mencionar las de orden nacional: la pérdida de armonía entre el sistema político y el sector profesional, el deterioro de las relaciones entre la Universidad y el Estado, el endurecimiento del aparato gubernamental, la irrupción de las clases medias en la escena pública, la represión ejercida sobre los movimientos sociales de cualquier tipo (los antecedentes cercanos de la guerrilla rural en Guerrero, el movimiento ferrocarrilero, el de los médicos y el de los estudiantes politécnicos), la ausencia de una opción organizativa de izquierda que entendiera la singularidad de la inquietud estudiantil de entonces, el debilitamiento de un imaginario ideológico (la “Gran Familia Mexicana”, “nuestra Gallarda Mexicanidad”), entre otras. De aquí la gran variedad de sus componentes, desde la “Nueva Izquierda” hasta los jóvenes de Acción Social Católica. Variedad de componentes, hay que decir, pero unidad en torno al grueso y elemental objetivo de la reivindicación de las libertades democráticas básicas (derecho de manifestación, de reunión, de expresión).

Sin dejar de considerar la deriva guerrillera, lo tercero fue concluir con lo que es ya un consenso generalizado: el verdadero punto de inflexión de la historia reciente de nuestro país se produjo en 1968. Sin embargo, por el desenlace de este episodio, ni la “apertura democrática” propugnada por Echeverría, ni la reforma política de López Portillo pudieron restituir los canales de comunicación con amplios sectores de la sociedad civil. No hay que dejar de apuntar, no obstante, que este consenso encuentra su más notoria salvedad en la actual clase política gobernante, para la cual el 68 (y la lenta y gradual transición democrática que le siguió) es más un silencio estructurado que el inicio de un proceso que explica realidades a estas alturas ya rutinarias, como la libertad de expresión y manifestación, la existencia de una prensa crítica y las elecciones libres y competidas que han dado lugar a la alternancia en el poder.

En los términos de Gilberto Guevara Niebla, con todo y el variopinto tinglado ideológico que le sirvió como telón de fondo, a diferencia de lo sucedido en otras latitudes, nuestro 68 fue un movimiento primario; los estudiantes de entonces eran “demócratas primitivos”, es cierto, pero como se preguntaba Carlos Monsiváis, ¿qué otra cosa podían ser? A ese movimiento debemos, en buena medida, nuestro insuficiente (y por momentos desencaminado) tránsito a la democracia, lo mismo que el ambiente de relativa tolerancia (Ayotzinapa y otros hechos nos recuerdan que ese camino sigue teniendo requiebres oscuros) a las inquietudes sociales en el presente. Gracias a ese movimiento logramos apreciar en toda su magnitud “la lucha por la democracia como educación política, compromiso moral y construcción de espacios alternativos ante el poder” (Monsiváis dixit hace más de 40 años, aunque no sé qué diría ahora que cada mañana se monta el escenario de la inapelable moralidad pública en cadena nacional).

Lo cuarto fue dar cuenta del estallido de identidades que sucedió al fin del mundo bipolar y, en lugares como México, al desmantelamiento del Estado social en las últimas dos décadas del siglo XX. La consagración de una identidad ciudadana única, propia del liberalismo, e inclusive de las dos grandes identidades de clase representadas por el capital y el trabajo, “conciliadas” por ese agente universalizador que sería el Estado, se revelaron, con toda evidencia, insuficientes para contener la enorme marea de la globalización y su contraparte manifestada en los impulsos identitarios reivindicadores de derechos civiles, patrimoniales (v.gr. pagadores de impuestos), de género (feminismos), de orientación sexual (LBGTIQ), de adscripción regional, antiautoritarios (#YoSoy153), de edad, etnia, etcétera, etcétera. A todo lo cual se ha sumado el discurso de la posverdad, las fake news, la trivialización de la vida o el encono y la polarización catapultadas por el uso indiscriminado de las redes sociales.

Sin duda, como hace tiempo advirtió Manuel Castells, parte importante de “lo que está cambiando es el espacio público donde la sociedad delibera, construye sus percepciones y decisiones. Ese espacio, que fue construido en torno al Estado nación democrático en un momento en que el centro del mundo era el Estado, ha sido erosionado en su capacidad de representación por la globalización, por la construcción de identidades en las que la gente se reconoce y que no coinciden necesariamente con su ciudadanía, sino con su identidad religiosa o étnica, local o territorial, de género o personal. El yo como identidad, más que el yo como ‘ciudadano de’…”1 . En mi opinión, pese a todas estas nuevas situaciones, la participación pública de los jóvenes en la vida pública a través de la acción colectiva o hasta el movimiento social, como diría Alain Touraine, es todavía posible.

Lo quinto y último, entonces, fue la constatación, quizá cruda y hasta cruel, de que la juventud contemporánea vive sin más. Su sentido de trascendencia no tiene que ver con el duro deseo de durar eluardiano sino con el estriptís del yo que se escenifica ordinariamente en los Social Media. Pero el asunto es mucho más complejo que este simple reconocimiento. A su modo, los jóvenes son ahora más libres que antes. No han idealizado ni conquistado la libertad. No viven de ella, viven en ella. A las rondas generacionales de los sesenta y setenta, las grandes causas a las que se entregaron con pasión y generosidad se les descubrieron como espejismos, como ilusiones, o mejor, como desilusiones. Puede afirmarse, en consecuencia, que los jóvenes de hoy tienen en esto más lucidez que los de ayer. La juventud sesentera y setentera fue iconoclasta ante ciertos valores y símbolos, no ante los que ella misma creo. En su politeísmo, el deicidio fue selectivo.

Si esta generación se levanta en contra de algo, algún día, no va a ser por el poder. Se va a levantar por cuestiones del aquí y el hoy. Guiñando un ojo a Marx, digamos que sus banderas tendrán que surgir “no de la poesía del pasado”, sino de la prosa del presente. Serán banderas más prosaicas y al mismo tiempo más humanas que todas las que tremolaron las juventudes de otros tiempos. Ejemplos de esto, en los que el ciberactivismo ha sido factor de concurrencia y no de disgregación, han sido los movimientos #15-M de los indignados españoles y #OccupyWallStreet en Estados Unidos, y en los días que corren el movimiento de las mujeres contra la imposición del burka en Medio Oriente y África.

En el epígrafe de estas notas cité las palabras de Voltaire:

“Todo deseo es una necesidad, un dolor que comienza”.

Y ahora que la necesidad y el dolor social recubiertos por la cotidianidad del desempleo o del empleo precario se viven al punto del desgarramiento existencial, el deseo podrá exponer un propósito de lucha. No será el mismo deseo, no serán el mismo dolor ni la misma necesidad. No será el mismo propósito de lucha.

* Ronaldo González Valdés es sociólogo, historiador y ensayista. Su último libro publicado es
George Steiner: entrar en sentido, Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO.

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