El viejo, bajo los árboles que dan sombra a las banquetas del parque Revolución, contemplaba el monumento al soldado desconocido, ubicado en el cruce de Jesús G. Andrade y bulevar Gabriel Leyva Solano. Aquella tarde de diciembre era fresca gracias al suave viento vespertino, eso le animo a sacar su pequeña ánfora y dio un trago de tequila que le calmó un leve síntoma de nervios. El inesperado ulular de una ambulancia que salió de las instalaciones de La Cruz Roja, cercana al lugar, lo hizo dar un leve respingo; miró la panel que se alejó y luego echó a caminar, cruzó la calle y tomó asiento en una banca de aquel viejo parque. Miró el monumento aquel, y empezaron los recuerdos.

-Allí, frente a la gigantesca mano del soldado estaba la estación de El Tacuarinero. Esa mano muestra la fuerza del héroe que entregó su vida por la patria. ¿De quién pudo ser? De cualquiera, –se contestó, y recordó el viejo edificio de la estación. Era un largo galerón de ladrillo rojo, techado con lámina de zinc, en ese lugar hubo refriegas, tenía muchas huellas de balas en sus paredes, igual que el Santuario. ¿Cuántas muertes hubo? Quién sabe.

¿Cuánta gente subió y bajó de El Tacuarinero? ¿Cuántas toneladas de carga arrastró?

Sobre todo de azúcar de Navolato, Costa Rica y Eldorado. Y los paseos y trafiques de viajantes en la autovía; corría de aquí a Aguaruto, Navolato y Altata. Algunos hasta subían la banda, pa´irse dando el gusto. Era un paseo muy alegre, entre el verdor de los campos y la vista de los ranchos ganaderos, de chivos, y borregos. También había criaderos de gallinas, puercos y conejos. Pero las tarde en que llegaba el tren se armaba a algarabía con toda aquella gente, que subía, bajaba con enseres, velices y petacas. Y los vendedores de pan de mujer, semitas de trigo adornadas con miel de piloncillo, tamales, pirulines, jamoncillos, pepitorias, manzanas enmieladas, las churpias, el agua de chía, cebada y Jamaica. Pero lo que más abundaba, eran los tacuarines que se derretían en la boca, se vendía mucho porque eran rete sabrosos. Era un sabor adictivo, no podías dejar de comerlos…hasta terminarlos. Los olores de todo aquello… ¡hummm! Parece que todavía lo tengo en mis narices.

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Instintivamente volvió a sacar su ánfora, dio otro trago, y siguió la nostalgia. 

Aquel día, creo que fue en septiembre del 61. Miré en El Diario de Culiacán la noticia: Hoy dará el último pitido El Tacuarinero… Llegué cuando la gente ya hacía bola frente al edificio de la estación. Los policías no dejaban subir al anden; estaba apartado pa´l presidente municipal y el señor gobernador. No podía creer que aquel edificio tan grande, de paredes anchas de ladrillo rojo y techo de lámina galvanizada, con alerones que cubrían el anden, fuera a desaparecer, junto con la autovía y el Tacuarinero. En esos piensos estaba, cuando me di cuenta que todo el gentío, igual que yo, estaba muda, piense y piense. Todos en silencio, seguro tristes porque se nos iba un pedazo de vida, de alegría, del alegre festejo que armábamos con la llegada del tren y la autovía; del griterío de las vendimias, de sus sabores y olores… en fin. –La banda sonó una diana para recibir a los del gobierno, echaron sus discursos, y entregaron diplomas al maquinista, al fogonero y otros que habían cumplido durante años, con sus trabajos. Luego vino la parte triste, pusieron un listón frente al Tacuarinero; el maquinista hizo sonar el poderoso pitido, aceleró, y la mole se empezó a mover. Todos los plebíos la seguimos hasta más allá de cinco cuadras. El maquinista  aceleró sin dejar de hacer sonar el pito que poco a poco, se fue alejando junto con el humo negro que dejó un crespón de luto. 

El viejo, dio otro trago, con movimientos tardíos guardo la anforita, se levantó de la banca y echó a caminar. Pasó junto a la nevería, otrora famosa porque la atendía El Tanis; un señor que preparaba raspados, nieves, y sus famosas macedonias. Al ver a una pareja de jóvenes tomando sus raspados, mas, viéndose uno al otro; sonrió nostálgico.

-Aquí venía con Ofelia, mi primera novia; recuerdo su sonrisa en su carita morena. -Al pasar frente al suntuoso hotel San Marcos, recordó el viejo cine Avenida-. –Una mañana de domingo, entramos al matinee; con nuestras manitas entrelazadas, vimos la película Mariana, con Julio Alemán, Pilar Pellicer y Roberto Cañedo; recuerdo que la filmaron aquí, en Culiacán, fue un escándalo porque fue la primera vez que aquello sucedió.

Empezó a recorrer la avenida Álvaro Obregón. Y recordó: En este lugar estaba La Cruz Roja, allá el restaurante Acapulco, luego el Banco de Comercio. Aquí, en esta esquina me sorprendí ver a  Lupita La novia de Culiacán; llamaba la atención con sus arengas en contra del señor Obispo. Todo el panorama había cambiado; la modernidad de los edificios daban otra fisonomía; la ausencia de Los portales, ahora sólo guardaban un vestigio entre las calles Ángel Flores y Rosales. Al cruzar el puente Miguel Hidalgo, que en aquellos años se llamó General Francisco Cañedo, me cruce con aquella mujer, fue una temprana mañana entre neblina y cielo nublado, caminaba por en medio del puente. Era alta, de tez blanca, ojos profundos, oscuros y una cabellera rojiza cuyo pelo le llegaba cubriendo sus chamorros. Su figura de Eva me estremeció; el embeleso se me quebró   cuando los policías de La Perica, la subieron a fuerzas; los muy brutos no tuvieron compasión.

Al mirar las turbias aguas del Tamazula, las frondas de los álamos y los arbustos…en aquel punto, el recuerdo le avivó la imagen del edificio de la vieja cárcel del antiguo régimen porfirista.

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 Allí, a sus espaldas, flotando en las aguas del Tamazula, encontraron al “hombre sin cabeza”. La noticia corrió como reguero de pólvora. Mucha gente fuimos a ver el cadáver al panteón municipal. Desnudo, nomás tapándole las partes nobles con una toalla, lo tuvieron en una camilla para que la gente fuera a identificarlo; a los cinco días, cuando el calorón de agosto lo puso a punto de reventar, allí mismo lo enterraron en la fosa común. Fue el primer crimen de miles que jamás serían aclarados…así empezaron en aquellos entonces, y así sigue sucediendo sesenta años después…

Con el Tacuarinero, se fue el romanticismo, la candidez de una ciudad en ciernes que fue creciendo, en medio de aconteceres  que van de los sublime a lo violento, pero sin perder la esperanza de han de llegar tiempos mejores.

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