Reflexiones

Leónidas Alfaro Bedolla

¿QUIÉN MATÓ A JAVIER VALDEZ? Capítulo No. 17: Pues estuvo feo el asunto, oiga

-Buenas tardes señor. –el hombre lo miró con recelo. Checo sacó un billete de cien pesos y se lo dio

Checo llegó a la esquina de Vicente Riva Palacio y Ramón F. Iturbe. Con lentitud miró el lugar desde cada ángulo, siempre mirando hacia el cenotafio. Tomó fotos con su celular, hizo anotaciones. Ya se retiraba cuando vio a aquel hombre. Era un indigente que levantaba botes, se le acercó porque el lugar que ocupaba tenía indicios de que era un tanto permanente su presencia allí.

Buenas tardes señor. –el hombre lo miró con recelo. Checo sacó un billete de cien pesos y se lo dio.
-Mire, no soy de la policía. Es que fui amigo del periodista que hace poco mataron aquí. Me gustaría saber si usted vio algo de lo que pasó.

El hombre se rascó el mentón que tenía cubierto por una barba descuidada, y su cabeza enmarañada y grasienta; se le notaba la ausencia de aseo manifiesta por la fetidez de su cuerpo; en sus brazos muestra llagas vivas que supuran y huelen mal.

-Pues estuvo feo el asunto, oiga. El señor del sombrero venía en su carro, de allá, pá acá -Apuntó hacia el sur y norte de la avenida Vicente Riva Palacio. -Y aquí mero se le atravesaron los del carro blanco, -señala cerca donde está el cenotafio, casi para llegar a la calle Ramón F. Iturbe-,  ai luego se bajaron dos con pistola en mano y le gritaron: -¡Bájate cabrón! El señor del sombrero se bajó al momento y le dijo al compa que se le acercó: -¡Espérate bato!… -¡Púm! El matón le dejó ir un balazo en el pecho, el señor del sombrero se fue pa´ adelante, y ¡Púm! Le dejó ir otro balazo en la mera frente, y el hombre se fue de bruces quedando boca abajo. Y le siguieron tirando, así, como quien dice: a tontas y locas. El señor del sombrero ya ni se movía, oiga; los balazos apenas si le movían el cuerpo con el impacto de las balas; porque oiga usted, le tiraron balazos de más. Ai luego uno de ellos, le sacó del pantalón la cartera, subieron al carro del muerto y se fueron siguiendo al otro que los trajo. Fueron cabrones desalmados oiga. Pá mí, que andaban atizados. 

Checo escuchaba sumido en un silencio expectante; instintivamente sacó un pañuelo y se limpió la cara, fue un movimiento para cubrir el gesto que le provocaba el sentimiento que estaba a punto de hacerlo llorar, se atragantó, respiró profundo; miró al indigente y le dijo:

Una última pregunta señor. ¿Usted cree, que los matones conocían al hombre del sombrero?

-¡No oiga! Si así hubiera sido, le hubieran reclamado algo. Pero no, esos son matones a sueldo, oiga; ellos traiban una orden. No se anduvieron con tientas, todo lo hicieron rápido. Oiga, esa gente es mala, de eso viven, de matar gente. Ni siquiera les importó que yo los viera, claro, yo rápido me retiré hasta allá; todo fue muy rápido oiga, pero pude verlo todo oiga. Así como se lo digo, oiga.

Checo, se quedó en silencio mirando el cenotafio.

Usté ha de disculpar oiga. El señor del sombrero, que en gloria esté, ¿era su pariente?
-Sí, era mi primo.
Lo siento señor; usté ha de disculpar, me tengo quir. Gracias, que esté bien y que Dios lo cuide señor.

-Igualmente señor, Dios vaya con usted. – Checo, que se decía ateo, se sintió raro por su frase. Sin embargo, apreció cierto alivio. Agradeció haberse encontrado con aquel hombre, que a pesar de su indigencia, tuvo arrestos para desearle lo mejor. Buscó una sombra, el sol de las cuatro de aquella tarde era una brasa; se quedó bajo un pequeño árbol que apenas le cubría parte de su cuerpo. En su libreta empezó a hacer anotaciones. Miraba hacia un lado y otro, finalmente caminó hacia el edificio que alberga las oficinas del Semanario Ríodoce. Se paró unos instantes en la esquina Teófilo Noris y Francisco Villa; miró una patrulla de policía, camioneta pick up con tubos, sentados dentro de la cabina, uno recostado dormía, el otro miraba una revista porno; estaban en calidad de guardianes. La impresión que causaban era incierto; -¿para qué servían? Se preguntó. Indeciso caminó hacia la entrada del edificio, y empezó a subir las escaleras, llegó hasta la puerta de las oficinas; estuvo tentado en oprimir el botón del timbre para entrar, pero no lo hizo porque no tenía ningún pretexto que explicara su presencia. Dio media vuelta e inició el descenso, miró los tres autos que estaban estacionados; imaginó que uno de los dos espacios vacíos, era de Javier.

Empezó a caminar por la Teófilo Noris hacia la Epitacio Osuna; su actitud llamó la atención de uno de los policías, se le quedó mirando por unos instantes, pero el Checo disimuló no haberse dado cuenta, y aquél dejó de mirarlo. Al llegar a la esquina, dio vuelta a la izquierda hasta llegar de nuevo a la Riva Palacio, desde varios metros antes miró el cenotafio. Se detuvo en el lugar un instante, pero aquella imaginaria silueta en el piso, lo hizo apresurar el paso.

Una hora después, Checo bajó del Uber en la avenida Revolución al sur oeste de Culiacán; caminó algunas calles en aquella dirección, cuando llevaba unas nueve cuadras andadas, fue alcanzado por un camión urbano, leyó en la lista de rutas: Las Coloradas-Centro; subió y quince minutos después bajó cuando llegaron al final de la ruta. Echó a caminar hacia El cerro de las siete gotas. Miraba las calles que iba pasando y entre más se internaba, más pobre se miraba el panorama. Llegó hasta la cuesta del cerro, y mirando hacia lo alto no tardó en localizar la casa que le habían indicado. El sudor le había empapado la camisa, el sol de las cinco de esa tarde le hizo sentir ardor en la piel; la calle pedregosa estaba llena de niños, pocos adultos; la mayoría señoras que atendían sus quehaceres, algunas en lavaderos al aire libre; con un júmate sacaban el agua de un tambo de 200 litros; la electricidad era conducida por alambres colgados de postes y árboles, formaba parte de aquel entramado que iniciaba con los diablitos que se aferraban a los postes de la Comisión Federal de Electricidad. La mayoría de las casa eran construcciones improvisadas de cartón y lámina negra, unas pocas con incipientes desplantes de cimentación, cuyas dalas sostenían paredes inconclusas de ladrillo. Eso sí, en casi ninguna faltaba una antena de televisión. La música que se escuchaba en la radio, era de escándalo, con animadores gritones que completan sus programas con chascarrillos de doble sentido y música estridente.

Checo tocó la puerta, es posible que era la única de cedro de todo el entorno, como también era la única casa terminada con amplia cochera porche y bardeada. El toque mismo llevaba implícito una clave, a la segunda vez, abrió la puerta un tipo espigado de algo más de 1.80 metros de estatura, barbado, de ojos un tanto saltones e inquisitivos. 

Pásele compa. –Checo entró mirando el espacio: una sala de tres piezas sin mesa al centro, más allá un comedor y al fondo una cocina. Un jarrón gigante sin flores en una esquina, dos cuadros, uno con paisaje campirano caballos en libertad, el otro, una casita de dos aguas al pie de una gran montaña. El hombre le indicó con el índice derecho, el sillón más corto; Checo tomó asiento y el otro se siguió hasta un refrigerador que estaba en la cocina, sacó dos botes de cerveza, y sin mediar palabras, más bien como si aquella fuera una orden, le extendió uno al visitante.

-Gracias. –Dijo Checo al momento de abrir la cerveza.
El Peluchas me dijo que usté es de la universidá, que es persona de fiar; tá bien, pero, yo nomás le voy a contestar lo que me convenga. ¿Estamos?
-Sí señor, mi primo me dijo que así sería.  ¿Cómo dijo que se llama?
No le he dicho mi nombre, pero pá usté soy el Sinfonolas. 
-Gracias. Checo, para servirle. 
Usté dira. -Dijo el Sinfonolas y luego dio un trago sin dejar de ver a Checo.
-Para no hacerle perder su tiempo, voy al grano. Señor, que piensa usted de la muerte del Periodista Javier Valdez.
Usté quiere saber si yo sé quién lo mandó quebrar, ¿no es cierto?
-Bueno… no exactamente eso, sino que…

-Mire, mire. No le demos vueltas al asunto. Al compa ese lo mandaron quebrar gentes del gobierno. Ellos aprovecharon ese mitote de la mentada entrevista al Lic. de Eldorado. El enredo con los Chapitos y las bravatas del mini Lic. Mire compa, la gente del narco cuando quiere quebrar a alguien, no se anda con medias tintas; mandan trozar, ¡y ya! Y otra cosa, a los narcos tampoco les interesa lo que la prensa diga de ellos; que puedan decir que no aigan hecho o dejen de hacer, lo que hacen, todo mundo lo sabe. No oiga; mientras no se metan en sus negocios, no hay pedo. El bisnes es el bisnes, y punto.

Pero los que mataron a Javier, según dicen las autoridades, pertenecían al narco.

Esos son sicarios compa, y los sicarios sirven al que les paga. Aunque también se hacen favores, usté debe saber, como lo sabe muncha gente. Los narcos tienen munchos amigos, y entre ellos, munchos son políticos, gente del gobierno. Pero en este caso en particular, no creo que aiga sido así.

Por otra parte, quiero que sepa, que cuando un narco manda matar, manda trozar con cuerno de chivo o calibre 60, los batos que mataron al periodista llevaban pistolas; y una encomienda.

-¿Encomienda?
-¡Pus claro! Llevarse el carro, la laptop y el celular del periodista? Eso no lo hacen los narcos. Trozan, ¡y ya!
-¡Oiga! ¡Tiene razón!
Es cosa de pensarle tantito, compa. ¿Otro bote? –El Sinfonolas se levantó, fue por los botes y regresó de inmediato. 
-Gracias. –Dijo Checo al recibir el bote, un tanto animado lo abrió y se lo empinó.
-¿Usté, que hace compa? –Preguntó el Sinfonolas, mirando a Checo con sus ojos de boliche; señal de que andaba bien periquiado.
-Soy maestro de letras en la UAS.

Yo compa, soy maestro en armas. Venga pa acá. –Dijo levantándose, y Checo lo siguió. Tomaron un largo pasillo, llegaron ante una puerta de acero que el anfitrión abrió con una llave, entrando accionó un swich y se encendieron las luces y bajaron 12 peldaños para llegar a un amplio sótano con estantes y cajas de diversos tamaños. En todas había un arsenal increíble.

LEE ACÁ LA ENTREGA ANTERIOR DE ESTA SERIE: Capítulo No. 16: Si no defendemos la verdad, somos esclavos

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Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO.

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